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JUDITHE HERNÁNDEZ — HOMENAJE A LAS MUJERES DE AZTLÁN , 1976

JUDITHE HERNÁNDEZ — HOMENAJE A LAS MUJERES DE AZTLÁN , 1976

Mural at the Ramona Gardens Housing Project, Los Angeles.

Photo credit: Ruben Diaz

Mural en el Proyecto de Vivienda Ramona Gardens, Los Ángeles (California).

Crédito de foto: Ruben Diaz


The earliest "traditional" mural in this exhibition is Judithe Hernández's Homenaje a las Mujeres de Aztlán (1979) at the Ramona Gardens Housing Project—a public housing development in Boyle Heights predominantly populated by Mexican and Central American families. Centering a strong female archetype, the mural pays homage to the resilience and achievements of Mexican women throughout time. Adorned with traditional vestments and jewelry, the towering figure raises one hand in a gesture of openness and trust while the other maternally cradles a host of figures and symbols. This intergenerational connection is advanced by the title: Aztlán refers to the mythical homeland of the Aztec civilization and establishes a matriarchal history of Mesoamerican indigeneity. The mural's dedicatory statement, two text panels that flank the composition at left and right in Spanish and English, reinforces this theme:

"Since the days of ancient history of México our women have always fought for the good of their family, their country, and their people—this mural is dedicated to them… The daughters, the mothers, and the grandmothers of Aztlán."

In this ancestral narrative, the matriarch is mestiza—of both indigenous and Spanish colonial descent. When muralismo developed in Mexico under President Álvaro Obregón in the 1920s and 1930s, the government encouraged muralists to portray mixed race subjects as a testament to national unity. While this led to flattening simplifications of women as an idealized physical type, Hernández reoriented this trope by celebrating women's ability to encompass multiple identities. For example, the main figure's hair, styled in two coiled buns, aligns her with las soldaderas —female revolutionaries who provided aid for soldiers and occasionally took up arms in opposition to the dictatorship during the Mexican Revolution (1910-1920). She also wears gold arracada earrings, identifiable by their crescent shape. The ubiquitous design dates back centuries and is a customary gift to young girls on their quinceañera. At the same time, she is loosely wrapped in a rebozo —a flat garment worn by women that connotes Mexican heritage and pride. During the Mexican Revolution, it was instrumentalized by a rebel cohort to carry babies and conceal weapons. Hernández's matriarch emphasizes how women utilized the physical body, dress, and self-presentation as symbols of the ways they were simultaneously displacing conservative idealizations of Mexican womanhood. In this way, the radical figure challenges stereotypical behaviors and social constructions engrained by misogynistic tropes.

The smaller figures and symbols in the woman's arms are no less significant, each referencing elements of Mexico's matrilineal mythology. The lineage begins with Tonantzin (a Nahuatl word meaning "our mother"), who dons a maize crown and is considered the basis for the Catholicized Virgen de Guadalupe. Next, La Virgen appears in her customary blue robe and is engulfed by otherworldly light. A head-bust sculpture is wedged between these deities, referencing the Aztec goddess Coyolxāuhqui at Coatepec, now housed at the Museo Nacional de Antropología in México City. The remaining heroines are workers like agricultural laborers and a seamstress. Rounding out the assembly is a striking United Farmer Workers union member—marked by the union's insignia of the black eagle (another nod to the iconography of Aztlán), her overalls, and a picket sign that says: "Huelga! Viva U.F.W."

El primer mural “tradicional” de esta exposición es el Homenaje a las Mujeres de Aztlán (1979) realizado por Judithe Hernández para “The Ramona Gardens Housing Project” (el Proyecto de Vivienda Ramona Gardens)—un proyecto de viviendas públicas en Boyle Heights, predominantemente poblado por familias de México y Centroamérica. Enfocándose en un fuerte arquetipo femenino, el mural rinde homenaje a la resiliencia y los logros de las mujeres mexicanas a lo largo del tiempo. Adornada con vestimentas y joyas tradicionales, la majestuosa figura levanta una mano en un gesto de apertura y confianza, mientras la otra sostiene maternalmente una multiplicidad de figuras y símbolos. Hay una conexión intergeneracional presentada desde el título: Aztlán se refiere a los territorios míticos de la civilización azteca y establece una historia matriarcal de las comunidades Indígenas Mesoamericanas. La declaración del mural refuerza esta temática con los dos paneles de texto en inglés y español que flanquean la composición a izquierda y derecha:

“Desde los días de la antigua historia de México nuestras mujeres siempre han luchado para el bien de su familia, su país, y su raza. Este mural está dedicado a todas ellas… Las hijas, las madres, y las abuelitas de Aztlán.”

En esta narrativa ancestral, la matriarca es mestiza—teniendo ascendencia indígena y colonial española de manera simultánea. Cuando el muralismo se desarrolló en México, durante la presidencia de Álvaro Obregón en las décadas de 1920 y 1930, el gobierno animó a los muralistas a retratar a personas de raza mixta como testimonio de la unidad nacional. Si bien esto condujo a simplificaciones reduccionistas de la mujer como un tipo físico idealizado, Hernández reorientó esta figura retórica celebrando la capacidad de las mujeres para abarcar múltiples identidades. Por ejemplo, el cabello de la figura principal, peinada con dos moños enrollados, se encuentra alineadas con las soldaderas—mujeres revolucionarias que brindaron ayuda a soldados y ocasionalmente tomaron las armas en oposición a la dictadura durante la Revolución Mexicana (1910-1920). La figura también usa aretes dorados de arracadas, identificables por su forma de medialuna. El omnipresente diseño data de siglos atrás y en la actualidad es un regalo habitual para quinceañeras. Al mismo tiempo, ella se encuentra envuelta holgadamente en un rebozo, una prenda de vestir usada por mujeres, denotando herencia y orgullo mexicano. Durante la Revolución Mexicana, grupos rebeldes los utilizaron para llevar bebés y ocultar armas. La figura matriarcal pintada por Hernández enfatiza las maneras en que mujeres utilizaron su cuerpo, su vestimenta, y su autopresentación como símbolos del desplazamiento del ideal conservador femenino mexicano. De esta manera, la figura radical desafía comportamientos estereotipados y construcciones sociales arraigadas en tropos misóginos.

Las figuras y símbolos más pequeños encunados en el brazo de la mujer son igualmente significativos, ya que cada uno hace referencia a elementos de la mitología matrilineal mexicana. El linaje comienza con Tonantzin (palabra Náhuatl que significa “nuestra madre”), quien porta una corona de maíz y es considerada la base de la figura Católica de la Virgen de Guadalupe. A continuación, La Virgen aparece con su habitual túnica azul, envuelta por una luz de otro mundo. Un busto esculpido está encajada entre las dos deidades, probablemente haciendo referencia a la diosa azteca Coyolxāuhqui en Coatepec, que se encuentra ahora en el Museo de Antropología en Ciudad de México. Las heroínas restantes son trabajadoras tales como jornaleras agrícolas y costureras. Completando la asamblea se encuentra una representante de la huelga del sindicato United Farmer Workers—marcada por la insignia sindical del águila negra (otra referencia a la iconografía de Aztlán), su overol y un cartel que dice: “¡Huelga! Viva UFW.”


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